Arquélis
Greg Byrne
La tarde que enterré a mi madre no tenía nada de especial ni diferente en la frescura del aire que dejaba tocarse y sentirse como si me acariciara, llorara, se fuera y regresara a recordarme que sólo los humanos tenemos la desdicha de atormentarnos con esa mentira llamada libertad y que no podemos tener, sólo imaginar. La rosa blanca que dejé sobre la tierra donde el cadáver descansaba concluía con el ritual.
Mis ojos no enfocaban la realidad. Mi mente solo se concentraba en la tarde, en verdad, disfrutaba esa tarde. No significa que no sienta dolor por la pérdida, es solo que no me animo a enfrentarlo. Saqué de una de las bolsas de mi abrigo un encendedor y unos cigarros. Enciendo uno. Miro la tumba. Enciendo otro.
Ella, mi madre, la persona que no me enseño el valor de la vida, pero sí el de la muerte, se ha ido. Siempre estuve solo. Mi padre ama a su actual pareja, o por lo menos la desea sexualmente. Algo normal cuando ella tiene 20 años menos que él. A decir verdad, en mí también despierta deseos sexuales. Su nombre: Samanta. Aunque los dos estaban en el entierro, no nos dirigimos la palabra. ¿Qué pasaría si mi padre supiera que Samanta y yo nos vemos todos los sábados para fornicar?
Después del entierro fui a tomar un trago a La choza, ahí conocí a Miguel. Miguel me contaba del amor que sentía por el dueño del lugar. Yo pensaba en la forma que murió mamá. Nadie sabe. La navaja que sacaron de su espalda no dice mucho. En fin, las putas siempre terminan mal.
Siempre me ha gustado el wisky, pero hoy quiero tomar tequila. Terminé hasta la madre de borracho con Miguel y sus amigos travestis, que al igual que Alejandra, mi madre, también se prostituían.
Si hay algo que me guste además de un tabaco y un buen trago, son las peleas. Pero esta noche no quise comenzar nada. Sin embargo, tuve que asesinar a ese tipo. Se acercó y sentó en nuestra mesa. Me miró. Lo miré. Su aspecto era el de un borracho cualquiera. Traje y camisa desfajada. Ya había perdido la corbata. La mujer que llevaba a su lado me guiño el ojo. No me hizo ninguna gracia. Me dijo que me conocía. Le dije que se fuera al diablo. – Tu madre era mi puta favorita – me dijo. Guardé silencio.
La historia que me contó hizo que sacara el arma que siempre llevo conmigo y le volara la cabeza.
Me dijo que él la vio morir. – Me la estaba cogiendo, como todo los martes. El sexo anal le encantaba a la ramera. – Soltó una carcajada. – Alex nunca mencionó que tenía un hijo. Aunque siempre hablaba de un tesoro que guardaba y que juntaba. Supongo que alguna cantidad fuerte de dinero. Como sea, está muerta y su tesoro desaparecido. Lo que vengo a explicarte es que puedo decirte quien mato a tu madre. O puedo mandar a asesinarte. Tú eliges. Lo que quiero es que me ayudes a encontrar ese tesoro. ¿Qué dices?
Saqué otro cigarrillo y comencé a fumar. Después de un largo silencio, le dije: – Nunca quise a esa mujer, y ¿vienes a decirme que tengo la posibilidad de vengar a una puta? – Me levanté, saque el arma y lo envié a donde Alex se encuentra ahora; al infierno. – Reúnete con ella, dale mis saludos. – Sonaron siete balazos en su pequeño cráneo. Todos en el bar comenzaron a gritar. Tuve que correr. Odio correr.
Salí del bar y me dirigí hasta el auto de Miguel, quién me llevó hasta una gasolinera a las orillas del pueblo. Miré mi reloj, eran las 3.45 de la mañana. Mi forma de agradecerle que me sacara de aquel lugar fue regalándole mi arma. Claro que no se dio cuenta, cuando él manejaba, la metí en la guantera del auto. Antes de despedirnos nos fumamos un cigarro. Él se fue y yo me quedé sólo, igual que siempre.
Creatures / Liam Cuenca
Caminé sin un rumbo a donde dirigirme. No estoy huyendo. En ese pueblo: La Soledad, los asesinatos están a la orden del día. La policía tiene más miedo de cualquier persona, que las rameras de los narcotraficantes. Significa que nadie extrañará al tipo que asesiné. Aunque, sembró en mí, una duda. Quería encontrar el tesoro de mi madre. Después de todo soy el heredero directo de todos sus bienes. Por suerte se llevó con ella sus enfermedades. Tenía que regresar a La Soledad, tenía que encontrar el tesoro. Todo esto lo pensaba mientras caminaba hacia ningún lugar. Fumaba mi último cigarrillo. Cuando regresé a la realidad, mis pasos me habían conducido hasta un pequeño poblado que no reconocía. Las casas eran escasas y la tranquilidad enorme. Mi cansancio me hizo sentarme en la esquina de una calle, recostándome en la pared de una casa de aspecto humilde. Mis ojos se comenzaron a cerrar. El sueño me comenzó a vencer. La muerte de mi madre me comenzó a importar.
Cuando desperté, dos niñas me miraban. La luz de la mañana no me permitía mirarlas con fina agudeza. La cabeza me quería estallar. Me levante del suelo. - ¿Dónde estoy? – Les pregunté. Ellas no respondieron nada. Me sentía muy mal. Vomité en el piso. Cuando terminé, las niñas ya no estaban. Ya no sé si fue una alucinación. Caminé, el lugar estaba vacío. Las pequeñas casas se encontraban dormidas.
A lo lejos pude distinguir la figura de una mujer. Me acerque hasta ella. Estaba sentada en una piedra y tenía una guitarra entre sus brazos. La estaba abrazando con mucha fuerza, como si el instrumento musical fuera una persona. Cuando me vio se sobresaltó, pero no hizo nada. Dejó que me acercara y me senté frente a ella. Solo la cercanía pudo hacerme notar la extrema belleza de aquella chica de aproximadamente 22 años. La fineza de su rostro me cautivó. Su cabello castaño y largo brillaba al par del sol. Con la diferencia de que no me molestaba. – ¿Sabes tocar? – le pregunté. Ella me miraba extrañada, pero no asustada. – No – me contestó, - ¿de dónde eres? – me preguntó. – De un lugar de miedo. ¿Me permites? – estiré mi brazo pidiéndole la guitarra. – No – se levantó apresurada y caminó. Fui tras ella.
Tras una larga caminata a su lado, Angélica, la chica de la guitarra, me contaba del lugar a donde vine a parar. Arquélis es muy diferente a La Soledad. Las personas en Arquélis no tienen malicia. Cuando te miran, te saludan, no te insultan esperando demostrar su falsa superioridad. Me enamoré de Angélica y aun no tenía ni tres horas de conocerla.
Me llevó a conocer a su madre. La anciana mujer me miró con cierto encanto. Me recibió con un gran desayuno. Aquel lugar me encantaba, parecía un invitado de honor, cuando en verdad era un invasor.
Le conté a Angélica que estaba huyendo de la realidad que me había tocado vivir. No quería regresar. Y no termino de entender por qué me recibió con mucha confianza. Me dijo que no parecía una mala persona. Si supiera que soy un asesino. Si supiera de mi odio a mi madre muerta, no pensaría igual. La circunstancia me orillo a pedirle el favor de quedarme en su casa por un tiempo. Ella se negó, pero me llevó a una casa que desde hace mucho tiempo, según ella, está abandonada. Efectivamente, la casa está hecha un caos. Hay polvo y telarañas por cualquier lado. Sin embargo, es mejor que dormir en la calle. Esa tarde me dejó solo y regresó en la noche con un libro para que me entretuviera. Camus es de mis escritores favoritos. Le pedí que se quedara. Me miró y sonrió. Después de prepararme un vaso de leche, se despidió de mí dándome un beso en la frente y se fue. Me quedé en la soledad de mi nueva casa vacía. Por lo menos ahora tenía una. Ahora la soledad no me asustaba, sabía que Angélica me estaba cambiando la vida. Solo me faltaba un tabaco entre mis labios. Y los labios de Angélica entre mis piernas.
A la mañana siguiente, ya había terminado el libro. Salí en busca de Angélica. Llegue hasta la puerta de su casa. Me di cuenta de que estaba abierta y entré. Estaba vacía. Me dirigí a la cocina y tomé una manzana. La comí. Subí las escaleras de madera y encontré dos habitaciones. Entre a la primera. Era el cuarto de Angélica, me di cuenta por el aspecto que tenía. Los detalles eran muy notorios. En el tocador todo estaba ordenado de forma casi perfecta. La pared estaba adornada por un cuadro sin firma, tal vez de algún pintor desconocido. Del otro lado una fotografía de Angélica cargando a un bebe. Me miré en el espejo y me percaté de una cicatriz en la ceja. No recuerdo como me la hice. Mi mirada se desvió lentamente hacia los cajones de un armario que se encontraba en el fondo de la habitación. No soy ningún santo, así que los abrí. Encontré la ropa interior de Angélica. Me hinqué para sacarla. Estaba demasiado excitado. Me pegué a la cara las delicias de tela y pensaba en los senos de Angélica. De repente, la puerta se cerró de un golpe. Me levanté y giré mi cuerpo. Angélica me observaba. Me quedé sin palabras y con la ropa en las manos. Ella miró su biquini y sonrió. Lentamente se fue quitando el vestido que llevaba puesto. Se acercó a mí. Me pidió con la mirada que le ayudara a dejarla desnuda. Lo hice. Me beso. Mis manos rodearon su cintura y las fui bajando hasta sentir sus nalgas. Ella me desabrochó el pantalón y lo bajo. Yo me encargue de la camisa. Se arrodilló para comenzar a besarme la entrepierna y los genitales. Su lengua húmeda me recorría. La recosté en la cama y le practiqué sexo oral. Sus manos arrugaban las sabanas. Me encimé en ella. La bese. La penetré y su boca dejó salir un gemido. A la par, acariciaba y besaba sus senos perfectos y erectos. Tomó mi cabeza y acercó mí oído a su boca. Me mordió la oreja y dijo: - ¿Por qué la mataste? - Reaccioné y yo seguía con la ropa de Angélica en mis manos. Mi fantasía fue muy real. Acomodé la ropa en el cajón viejo y bajé las escaleras apresuradamente. Salí de la casa.
En la tarde, ella me visitó. Llevaba su guitarra. Mi silencio la hizo pensar que algo me pasaba. Si supiera que he fantaseado con ella. Me pidió una disculpa por no haberme prestado su guitarra el día que la conocí. Me dijo que era un regalo de su madre. Le pregunté que cómo era posible que su madre supiera tocar y ella no. Entonces me confesó que la anciana que vive con ella y que me presentó como su madre, en realidad era su abuela. Por eso nunca pudo aprender a tocar la guitarra. – No entiendo, ¿cómo es que obtuviste la guitarra de tu madre? – le pregunte. – Mi abuela me contó que cuando ella se fue dejó todas sus cosas y que le encantaba tocar la guitarra, es por eso que un día entré al cuarto que era de mi madre y tomé la guitarra. La abrazo cuando necesito abrazar a mi madre. Aunque nunca la conocí, sé que ninguna madre es mala. – Yo me quedé callado. Cuando terminó su historia le dije que mi mamá me había enseñado a tocar la guitarra. Tal vez fue lo único bueno que conseguí de ella – le dije. La tarde se nos fue cantando.
En la noche decidí salir a caminar con ella. Es curioso que el cielo cambie su color grisáceo de las tardes por un verde azul en las noches, la calma se respira en las calles. Ahora que lo pienso, no he visto a otras personas en el lugar, además de Angélica, su abuela y las dos niñas que me recibieron y que desaparecieron tan misteriosamente. Le conté sobre este suceso y me dijo que los aldeanos no acostumbran a salir mucho, pero que ella sabía que no había niños en el pueblo. Tal vez aluciné – le dije. Arquélis parece ser un pueblo fantasma, pero me gusta estar en él. Hay un lago en donde la única iluminación es la de las luciérnagas que habitan allí. La luna se ve más brillante que en cualquier otro lado. Los grillos son los músicos y pregoneros del lugar. Definitivamente me enamoré de Angélica y creo que me estoy enamorando de Arquélis.
Quintanilla
Esa noche dormí con Angélica. No hicimos nada, pero su compañía fue la mejor desde hace mucho tiempo. En la madrugada, las dos niñas que vi cuando llegué al pueblo, estaban frente a mí. Pensé que era otra alucinación. Me tallé los ojos, pero ellas seguían ahí, inmóviles y con su mirada fija en mi rostro. Trate de pararme pero no pude. Me encontraba atado de pies y manos. Le grité a Angélica, pero me había abandonado. Las niñas se acercaban a mí. Me daban miedo. Sacaron un martillo y comenzaron a clavarme las manos al piso, como si fuera Jesucristo. Me estaban castigando. Los gritos que salían de mi boca eran inútiles. La oscuridad de la habitación me sumergía en mis miedos. Las niñas reían. La muerte me estaba alcanzando.
Angélica me dio un beso. Abrí los ojos y la luz del sol iluminaba la habitación. Me di cuenta de que la pesadilla que tuve era el reflejo de mi secreto. Sentí la necesidad de hacerle saber a Angélica mi verdad. La razón por la que hui de La Soledad. Preparó una deliciosa comida y fuimos a comer debajo de un árbol, cerca del río.
Le conté de aquel día. Del día que mate a mi madre. Ella me dejó terminar sin interrumpirme, solo bajó la mirada y escuchó atentamente. – Mi madre era una prostituta. Cuando era niño me enseño a tocar la guitarra. Mi padre nos despreciaba y cuando yo cumplí once años nos abandonó. A los 15, conocí la sexualidad por medio de ella, mi madre. Me gustaba tener sexo con mi mamá, pues era con la única persona que lo había experimentado. Un día me enteré de que estaba embarazada de mí. Al parecer iba a tener gemelos. Ella abortó. Cuando cumplí 20 me fui de mi casa. Pero algunas veces regresaba y fornicaba con ella. Así era casi todos los fines de semana. Cuando me enamoré por primera vez, mi madre se puso histérica y trató de asfixiar a Elena con sus manos. El día que me enteré que mi madre había tenido un hijo, poco tiempo después de haberme tenido a mí, me puse celoso. Así que una noche, cuando estaba “trabajando”, entré a la habitación, me cubrí la cara con un pasamontañas y separé al gordo que se la cogía. Antes de que volteara le enterré una navaja en la espalda. Salí corriendo. Odio correr. – Ella no dijo nada.
Después de un largo silencio incomodo, dijo: - Mi abuela me contó alguna vez que Alejandra me abandonó... - ¿Quién? – la interrumpí. – Alejandra, así se llama mi mamá. – Yo me quedé enmudecido y sorprendido. – Una simple coincidencia – me dije. Ella continuó – creo que las mamás cometen muchos errores, pero no tenemos que juzgar sus acciones. Y, al parecer estoy enamorada de un asesino. – Se sonrojó y sonrió. Nos miramos fijamente y nos besamos.
De regreso, en la casa, Angélica y yo hicimos el amor por vez primera. Sentí que había roto su himen. Ella daba pequeños gritos estando arriba de mí. Sus senos en verdad eran perfectos, como en mi fantasía. Me besaba y acariciaba con delicadeza, pero al mismo tiempo con una fuerte pasión. Mi alma se sintió aliviada.
Cuando desperté, volví a recordar a Alex. Esta vez la causa del recuerdo fue la letra de canción que Angélica estaba cantando. Alex, mi madre, me cantaba esa canción siempre. Esa canción de Leonard Cohen que tanto me gusta y detesto. Angélica, con mi camisa puesta y con las piernas descubiertas se acercaba a mí, cantando: - If you want a lover, I'll do anything you ask me to, and if you want another kind of love, I'll wear a mask for you … ¿qué ocurre amor? – Me decía - ¿Dónde aprendiste esa canción? – le pregunté. Me dijo que su madre coleccionaba discos viejos y que una vez escuchó uno donde venía esa canción. Mi mente me jugó otra pasada. Necesitaba un cigarro. Tenía mucho tiempo sin fumar. Mis pensamientos me conducían a pensar que la ramera que asesiné era la madre de la persona que acababa de transformar mi vida. Sus nombres eran el mismo nombre. Sus gustos musicales y su afición a la guitarra eran idénticos. No sabía qué pensar…
La tarde que enterré a Angélica no tenía nada de especial ni diferente a las otras. La rosa blanca que dejé sobre su cuerpo, concluía con el ritual. El miedo me hizo matarla. El miedo a descubrir una verdad que me hubiera atormentado toda la vida. Opté por atormentarme en sueños, como lo hago desde hace años que llegue a Arquélis. El pueblo mágico de mis lindas pesadillas.
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