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Deméter y Perséfone


No ha habido flor ni fauna capaz de maravillarle tanto como la que nació y creció esos días. Jamás vivió época alguna como aquella primavera. La luna, fuera roja o fuera negra le siguió todo el camino, como cuando viaja uno en automóvil.


Nunca sintió un verano tan caliente como el que vino después, aún a la sombra hervía la sangre. Al acercarse a unos metros sentía su cuerpo derretirse. Mil y un tormentas le empaparon, pero no necesitó secarse.


Las hojas crujían al contacto de sus pasos, recorrió todo el bosque y esperaba con ansias la brisa. Veía al árbol tranquilo saludar a la muerte, quizá aceptando su suerte o cumpliendo un trato con el otoño de renacer a cambio de pintarse de amarillo y café. Las hojas caían en espiral.


Quedó grabado en su mente a lo que supo la helada. Sintió que se le caería la nariz o que perdería las orejas. Después de anhelar un remedio buscó una fogata, descrita por algunos como perpetua. Se encontró siguiendo la luna, bailando en la lluvia, pisando hojas secas, escribiendo poemas. Dejó de tener frío.


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